Tangana

Violencia disfrazada de deporte: cuando el derecho penal entra en el campo

Análisis10 septiembre 202519 Minutes

En el imaginario del fútbol —y del deporte en general— persiste una peligrosa ficción, y es que lo que sucede sobre el césped se resuelve con tarjetas, sanciones federativas y actas arbitrales. Como si el campo de juego suspendiera la aplicación del Código Penal. Como si el simple hecho de vestir una camiseta bastara para blindar al jugador frente a cualquier responsabilidad jurídica.

La realidad, sin embargo, se encarga de desmontar ese mito una y otra vez. Y es que el último ejemplo lo vimos hace apenas unos días, en un amistoso entre el Betis y el Como, donde el pitido final no cerró el partido, sino que dio paso a una pelea a puñetazos entre varios jugadores.

El fútbol, como deporte de contacto, tolera cierta dureza. Las entradas a destiempo, los empujones o las cargas físicas forman parte del juego. Sin embargo, el hecho de que exista contacto no significa que todo esté permitido. Con el tiempo, la jurisprudencia ha ido trazando con claridad los límites entre el riesgo inherente a la práctica deportiva y las conductas que, por su carácter doloso o desproporcionado, merecen reproche penal.

La teoría del riesgo asumido

La doctrina del riesgo asumido —también llamada “riesgo permitido”— ha servido para excluir del ámbito penal aquellos daños previsibles y aceptados dentro de una disciplina deportiva. Quien participa en un deporte de contacto consiente, implícitamente, sufrir lesiones derivadas de su naturaleza: choques, caídas, golpes fortuitos. Esa aceptación tácita actúa como causa de justificación, siempre que los hechos se produzcan en el marco reglamentario y competitivo del juego.

Ahora bien, esa exclusión de antijuridicidad no es absoluta. Tiene condiciones: que la acción sea previsible, que tenga lógica dentro del juego, y que no suponga una ruptura con las reglas esenciales de la disciplina. El riesgo asumido protege al que actúa conforme a la lex artis del deporte. No al que agrede con ánimo de dañar. Cuando el propósito del jugador no es disputar el balón, sino golpear al adversario, el consentimiento desaparece. Y con él, cualquier escudo jurídico.

En la práctica, sin embargo, esta doctrina se ha tergiversado. Se invoca con demasiada ligereza para justificar agresiones evidentes, como si cualquier conducta violenta quedara automáticamente amparada por el entorno deportivo. Y no es así.

Como ha señalado con contundencia la Audiencia Provincial de Baleares en su Sentencia 5/2018, en un supuesto de codazo fuera del contexto del juego: “no cabe hablar de lance del juego cuando la acción está animada por voluntad de dañar”. Y es que el animus laedendi —la intención de lesionar— rompe por completo el marco de consentimiento que subyace a esta teoría.

Aceptar esta interpretación no supone criminalizar el deporte ni castigar la intensidad competitiva, sino precisamente proteger la esencia del mismo. El deporte exige compromiso físico, pero también respeto. Y la ley penal no entra a valorar el reglamento técnico de una disciplina, sino la voluntad y el resultado de una acción concreta que transgrede no sólo las reglas del juego, sino los límites de la convivencia jurídica.

Por ello, el riesgo asumido no es una licencia para lesionar, ni tampoco una carta blanca para agredir. No puede utilizarse como una especie de amnistía encubierta a la brutalidad disfrazada de competitividad. Cuando un jugador arremete con violencia, sin buscar el balón, sin propósito deportivo, y con pleno conocimiento del daño que puede causar, lo que hay no es riesgo asumido, sino responsabilidad penal.

Jurisprudencia reciente

Este enfoque cobra especial sentido cuando se examina la reciente Sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Jaén (77/2025) —la cual me ha llevado a escribir el presente artículo—, donde se confirma la condena a una menor por un delito leve de lesiones durante un partido de fútbol femenino. A primera vista, podría parecer un incidente habitual: cruce de palabras, disputa entre jugadoras, expulsión. Sin embargo, el tribunal no lo trató como una anécdota, sino como lo que era: una agresión intencionada, fuera de toda lógica deportiva.

Durante el encuentro, la menor tiró del pelo a una rival, lo que provocó una respuesta violenta en forma de puñetazo. Ambas jugadoras fueron expulsadas. El tribunal analizó el acta arbitral, los informes médicos y la declaración de la propia agresora, quien reconoció el hecho en instrucción. La conclusión fue rotunda: no hubo legítima defensa ni conducta reflejo. No hubo disputa del balón ni lance del juego. Lo que hubo fue una acción voluntaria, consciente y ajena a toda dinámica competitiva.

Especial relevancia tiene la calificación de “riña mutuamente aceptada”, que excluye por completo la legítima defensa. En palabras del Tribunal Supremo, cuando ambas partes consienten en un acometimiento físico, ninguna puede ampararse en una eximente. O, dicho de otro modo: quien responde a una agresión con otra agresión, asume también responsabilidad penal.

Por otro lado, en el extremo más trágico de la violencia deportiva encontramos la  Sentencia 379/2025 del Tribunal Supremo, que confirma la condena a seis años de prisión a un futbolista que dejó tetrapléjico a un rival. No se trató de una falta desproporcionada ni de una entrada desmedida. Fue una agresión premeditada, dolosa, fuera del contexto competitivo y con consecuencias devastadoras.

Durante un partido de veteranos, el acusado fue expulsado por una acción violenta. En lugar de abandonar el campo, permaneció en la banda insultando y amenazando a otro jugador. Minutos después, aprovechó un momento de confusión para reingresar al terreno de juego y propinarle una patada por la espalda a la altura del cuello, sin posibilidad alguna de defensa. La víctima sufrió una lesión medular severa que le provocó tetraparesia, afectación de esfínteres y una dependencia total para su vida diaria.

Ante semejante brutalidad, el Supremo no solo ratificó la condena penal, sino que elevó la cuantía indemnizatoria fijada en instancia. El motivo fue claro: no puede aplicarse el mismo baremo indemnizatorio previsto para siniestros imprudentes —concretamente el baremo de accidentes de tráfico— a un delito cometido con dolo directo. La intención de causar daño agrava no solo la pena, sino también las consecuencias patrimoniales.

Pero lo verdaderamente relevante de esta sentencia no está solo en la pena ni en la indemnización. Está en la doctrina que fija. El Supremo deja sentado, con total claridad, que el terreno deportivo no es un espacio de inmunidad penal. Que el contexto competitivo no exime, ni atenúa, ni justifica. Distinguiendo de forma nítida entre riesgo deportivo —tolerado— y riesgo delictivo —sancionable—.

En resumen, la práctica deportiva no conlleva aceptar una agresión con animus laedendi, es decir, que el riesgo asumido por quien participa en una actividad deportiva no incluye ser agredido con intencionalidad criminal.

Un aspecto poco comentado, pero de enorme relevancia de esta sentencia, es la condena al organizador del torneo como responsable civil subsidiario. El Tribunal aplica aquí un principio básico del Derecho: quien organiza una actividad, y obtiene un beneficio o notoriedad por ello, debe asumir también los riesgos que conlleva. Y si no garantiza las condiciones mínimas de seguridad —como en este caso—, responde económicamente por los daños.

La lógica es impecable. No basta con alquilar un campo y reunir equipos. Quien convoca, debe vigilar. Debe disponer de protocolos, de medios y de personal capaz de prevenir o contener situaciones de violencia. Si no lo hace, incurre en una omisión relevante que genera responsabilidad. No penal, pero sí patrimonial.

La cultura de la violencia en el fútbol

Uno de los mayores peligros del ecosistema futbolístico no reside tanto en las agresiones más graves —que, por su espectacularidad, suelen generar rechazo inmediato—, sino en la cultura de violencia cotidiana que ha sido interiorizada, legitimada y normalizada por todos los actores del juego: jugadores, entrenadores, árbitros, directivos, periodistas y aficionados. Una violencia que se esconde detrás de conceptos como intensidad, garra, carácter o compromiso, y que funciona como semillero de conductas que, escaladas en el tiempo y multiplicadas en los partidos, desembocan en actos que trascienden la lógica del deporte y cruzan de lleno al terreno de lo punible.

Insultos al árbitro, amenazas al rival, empujones cuando el balón ya no está, codazos “educativos”, patadas fuera de tiempo, escupitajos a la espalda. Todo forma parte del repertorio habitual que se tolera en nombre de la pasión, de la garra o del carácter. Se relativiza con frases como “está caliente”, “es un chaval” o “cosas del fútbol”. Y en esa normalización se esconde la raíz del problema.

Esta cultura no surge de la nada. Se alimenta desde los banquillos, cuando se instruye a los jugadores a “meter la pierna”, “marcar territorio” o el famoso “písalo, písalo” de Carlos Bilardo. Se cultiva desde las gradas, cuando se vitorea al que pega y se silba al que cae. Se consiente desde los comités federativos, cuando se resuelve con sanciones simbólicas actos que merecerían reproche severo. Y se reproduce desde los medios de comunicación, cuando se trivializa la violencia con titulares de folclore o se oculta bajo la narrativa de la épica.

El resultado es un entorno que, en lugar de educar, deseduca. Que, en lugar de formar, deforma. Y que convierte al fútbol, que debería ser escuela de valores, en una plataforma de frustración canalizada por la agresión. No es casualidad que muchos de los incidentes más graves se produzcan en categorías juveniles o en torneos amateur. Es ahí donde la violencia no se reprime, sino que se aprende. Y si no se corrige desde el principio, se perfecciona. El jugador que insulta al árbitro a los trece años es el que lanza la patada con ánimo de hacer daño a los treinta. La diferencia es solo una cuestión de recorrido.

El fútbol necesita autocrítica. Pero más que autocrítica, necesita normas claras y aplicación firme. Necesita romper el círculo vicioso de la permisividad y establecer, de una vez por todas, que el hecho de que algo ocurra muchas veces no lo convierte en aceptable. Porque cuando la violencia se convierte en costumbre, el Derecho tiene la obligación de romper esa costumbre.

La compatibilidad entre la justicia penal y deportiva

Otro error habitual es asumir que, ante una sanción deportiva, la vía penal ya no debe intervenir. Como si fuera innecesario —o incluso excesivo— acudir al Derecho Penal cuando un comité federativo ya ha resuelto con una suspensión o una multa. Esta confusión es más frecuente de lo que parece y se traduce, en la práctica, en un mensaje de impunidad. Pero la realidad jurídica es otra: ambas vías son compatibles, necesarias y responden a finalidades distintas.

La justicia deportiva protege la integridad del juego, la equidad en la competición y el respeto al reglamento. En cambio, el Derecho Penal protege bienes jurídicos individuales: integridad física, libertad, dignidad. Las sanciones deportivas buscan restaurar el orden competitivo; las penales, castigar una conducta lesiva contra una persona. Por tanto, la existencia de una no excluye la otra. Pretender lo contrario es como decir que quien roba en el trabajo ya no debe ser juzgado porque ha sido despedido.

La jurisprudencia, afortunadamente, ha resuelto esta cuestión con claridad. En su Sentencia 37/2020, la Audiencia Provincial de Cuenca recordaba que “no existe una especie de inmunidad penal espacial y temporal durante un partido por estar dentro de un partido”, y que la existencia de una sanción deportiva no impide, ni mucho menos excluye, el reproche penal cuando concurren los elementos del tipo. Es decir, lo que es delito fuera del campo, también lo es dentro si se dan los elementos típicos.

Incluso cuando no hay condena —como ocurrió en la Sentencia 252/2017 de la Audiencia Provincial de Madrid, donde no se pudo acreditar quién había golpeado durante una tangana— el tribunal dejó claro que, de haberse probado la autoría y la intención, el hecho sería plenamente punible. La clave no es el lugar, sino el dolo, el resultado y la naturaleza del acto.

Mantener abiertas ambas vías permite además una respuesta integral. Hay acciones que deben ser sancionadas internamente —por afectar al orden del torneo—, pero también externamente —por su impacto sobre derechos fundamentales—. No es duplicidad sino justicia plena.

Por tanto, no se trata de sustituir una sanción por otra, ni de castigar doblemente el mismo hecho. Se trata de reconocer que hay hechos que tienen una doble dimensión, y que merecen una doble respuesta: una desde la lógica del deporte, y otra desde la lógica del Derecho. Quien confunde esto, ya sea desde el club, la grada o el banquillo, no está defendiendo el deporte, sino que lo está degradando.

Conclusión

El fútbol es emoción, es cultura, es identidad. Pero no es impunidad. No es un refugio para canalizar violencia, ni un entorno donde las normas se suspenden por noventa minutos. El deporte tiene reglas, pero también tiene límites. Y cuando se cruzan, el árbitro ya no basta. Tiene que entrar el Derecho.

Decir que una agresión “se queda en el campo” es perpetuar la cultura de la impunidad. Decir que “fue una acción del momento” es minimizar el daño. Y decir que “el otro también provocó” es diluir la responsabilidad individual en la lógica del grupo. Todo eso nos ha llevado hasta aquí, es decir, a convivir con la violencia como parte del espectáculo.

Pero el fútbol no está para eso. Y por eso, cuando no hay intención de competir sino de agredir, lo que queda no es juego, es delito. Y como tal debe tratarse.

Con este artículo no se pretende judicializar cada falta o convertir los campos en tribunales. Pero sí es necesario trazar una línea clara. Porque si el fútbol no sabe, no puede o no quiere sancionar de verdad a quienes convierten el deporte en un campo de batalla, el Derecho debe actuar. Y si el mensaje que se transmite a un joven jugador es que puede lesionar sin consecuencias, entonces el fallo no es del juez, es de todo el sistema.

 

Abel Guntín
Abogado especializado en Derecho Deportivo