
Cinco claves que debes dominar antes de firmar un contrato de trabajo de futbolista
En el ecosistema cada vez más profesionalizado del fútbol, la firma de un contrato de trabajo ya no es un mero trámite: es una operación jurídica y económica de alto impacto. Un error de enfoque — por pequeño que parezca — puede traducirse en conflictos, sobrecostes o, directamente, en la ineficacia del acuerdo.
Este artículo sintetiza las cinco claves esenciales que todo club, agente, abogado o futbolista debe controlar antes de estampar la firma, con un enfoque práctico y accionable.
Conoce la normativa aplicable: el punto de partida en el contrato
Uno de los errores más habituales es no tener perfectamente cartografiado el terreno normativo que gobierna el contrato. A diferencia de la transferencia — donde el Reglamento FIFA sobre el Estatuto y la Transferencia de Jugadores establece las reglas del juego —, el contrato de trabajo del futbolista vive entre dos aguas. Por un lado, el derecho laboral del país donde se presta el servicio, con sus leyes y convenios colectivos, que es donde se deciden cuestiones tan sensibles como la duración, las causas de extinción, las vacaciones, el régimen disciplinario o la fuerza mayor.
Por otro, el RETJ, que sin ser un código laboral sí fija las líneas maestras de la estabilidad contractual en sus artículos 13 a 18: respeto a la duración pactada, consecuencias de la terminación con o sin justa causa y efectos de los incumplimientos.
Dentro de ese mapa hay una frontera que conviene no confundir porque altera por completo la foto económica de la operación: la distinción entre jugador profesional y aficionado. El artículo 2.2 del RETJ lo dice con claridad: para que un futbolista sea profesional deben concurrir dos requisitos acumulativos, (i) tener contrato por escrito y (ii) percibir una remuneración superior a los costes que soporta por la práctica del fútbol.
Nada más. Es irrelevante cómo lo llamen las partes en el propio contrato, la ficha con la que el club lo inscriba, que cobre por debajo del salario mínimo o que además trabaje en otra cosa. Si hay contrato escrito y la remuneración excede los costes, aunque sea por un euro, para FIFA es profesional. La práctica del Tribunal del Fútbol ha ido en esa línea, considerando profesionales a jugadores que cobraban en el entorno de 300–400 euros al mes.
¿Por qué importa tanto este matiz? Porque del estatus se derivan efectos directos, entre ellos la posible obligación del nuevo club de abonar indemnización por formación. Es fácil entender el riesgo: piensas que incorporas a un “aficionado”, firmas un contrato breve y liviano, y a los pocos meses te llega una reclamación cuantiosa de los clubes formadores. Evitarlo exige algo tan sencillo como hacer los deberes antes de firmar: identificar la ley y el convenio aplicables, comprobar de manera objetiva si el jugador cruzará el umbral del profesionalismo y, si lo hace, cuantificar el impacto potencial en formación. Ese trabajo previo, que apenas ocupa unas horas si sabes dónde mirar, puede ahorrarte un problema que tarde años en resolverse.
Cuida los aspectos formales: forma escrita, duración, prórrogas y prohibiciones
La forma no es burocracia: es validez, ejecutabilidad y, en muchos casos, paz social durante la relación laboral. En el fútbol, además, la forma está expresamente cuidada por FIFA: el contrato de trabajo debe constar por escrito. No hay atajos. Y aquí conviene una elección que marca la calidad del resultado: el modelo federativo es útil para la inscripción, pero suele quedarse corto para regular con detalle una relación que, por definición, es compleja. Lo prudente es complementar ese formulario con un contrato privado que recoja con precisión obligaciones recíprocas, arquitectura retributiva, derechos de imagen, régimen disciplinario y el mecanismo de resolución de disputas.
En ese contrato privado, la duración merece una atención especial. El RETJ fija un máximo general de cinco años para los mayores de edad y de tres para los menores. A partir de ahí, hay países —España entre ellos— cuya legislación permite superar ese tope, lo que abre la puerta a pactos más largos siempre que la norma interna lo avale.
La experiencia de la pandemia nos dejó otra lección útil: incorporar una cláusula de fuerza mayor que conecte la vigencia del contrato con el final real de la temporada —hasta el último partido oficial— si, por causas extraordinarias como pandemias o conflictos, el calendario se extiende.
También conviene distinguir bien entre las prórrogas objetivas y las unilaterales. Las primeras, ligadas a hitos verificables —un ascenso, una permanencia, una clasificación europea—, son generalmente válidas siempre que el supuesto de hecho esté bien descrito. Las segundas, las que el club se reserva para extender el contrato por su sola voluntad, son terreno resbaladizo: tienden a ser consideradas potestativas y, por tanto, inválidas, si no se equilibran con condiciones estrictas. Cuando sobreviven lo hacen porque están muy acotadas: una sola prórroga, un preaviso claro y con forma, una duración razonable y, sobre todo, una mejora salarial sustancial para el jugador durante el periodo extendido. Todo lo demás es invitar al litigio.
Hay, además, un bloque de falsas seguridades que hay que desterrar del contrato laboral: las condiciones suspensivas. No puede supeditarse la validez del vínculo a la superación del reconocimiento médico, a la obtención del permiso de trabajo o residencia, a la emisión del CTI o a la firma del contrato de transferencia. Ese tipo de salvaguardas son válidas en su sitio —la operación de traspaso, el expediente federativo—, pero no en el contrato de trabajo. Incluirlas ahí es construir sobre arena. Lo correcto es reubicarlas: reconocimiento médico y CTI como condiciones del traspaso; los permisos, como requisitos administrativos cuya ausencia impedirá la alineación, pero no la existencia del vínculo ya perfeccionado.
Por último, cuando el fichaje tiene componente internacional, la cuestión idiomática no es un detalle menor. Es frecuente que el contrato se redacte en dos idiomas —el local y el del jugador— y, en ese caso, debe decidirse desde el primer párrafo cuál versión prevalece en caso de discrepancia. Del mismo modo, hay que cuidar lo elemental: quién firma por el club y con qué poderes, la entrega de copias a todas las partes y, si el futbolista es menor de edad, la firma adicional de padres o representantes legales. Nada de esto ganará partidos el domingo, pero sí evita que, el lunes, un defecto formal se convierta en el agujero por el que se escurre un acuerdo que parecía blindado.
Pacto económico sin zonas grises: estructura salarial, incentivos, especie e imagen
En cualquier contrato de trabajo de futbolista, la remuneración es el eje sobre el que gira todo. Es también el terreno donde más errores se cometen y más litigios se generan. Por eso, antes de firmar, es imprescindible tener perfectamente definido qué se paga, cuándo se paga y cómo se paga. No basta con fijar un salario global: el fútbol, por su propia naturaleza, incorpora una multiplicidad de conceptos retributivos que deben plasmarse con precisión milimétrica.
El punto de partida es el salario base, pero a partir de ahí el abanico se amplía. Tenemos la prima de fichaje, la prima de renovación, los bonus individuales y colectivos, los rendimientos en especie y, cada vez con más frecuencia, los derechos de imagen. A ello puede sumarse, en determinados acuerdos, una participación en la futura venta del jugador (el conocido “sell-on fee”). Todos estos conceptos forman parte del ecosistema económico de la relación y deben estar claramente definidos en el contrato.
Una de las primeras decisiones que condiciona todo lo demás es acordar si los importes se pactan en bruto o en neto. Este detalle, que a menudo se despacha en una línea, puede tener un impacto enorme. La diferencia fiscal entre un jugador que cobra 500.000 euros netos y otro que cobra 500.000 brutos puede ser de varios cientos de miles de euros en coste real para el club o en ingreso efectivo para el futbolista. Por eso, fijar el criterio y plasmarlo de forma inequívoca es esencial.
Los bonus merecen mención aparte. Son un clásico de los contratos y una fuente constante de disputa. Se distinguen entre individuales, ligados al rendimiento del jugador (partidos jugados, goles marcados, asistencias, porterías a cero, títulos individuales o convocatorias con la selección), y colectivos, vinculados al rendimiento del equipo (ascenso, permanencia, clasificación europea, título, etc.). La clave está en redactarlos con claridad: cuándo se devengan, cuándo se pagan, si se prorratean o no, y si se acumulan de una temporada a otra. Una mala redacción — o, peor, una redacción ambigua — es garantía de conflicto.
Otro elemento que no debe dejarse en el aire son los rendimientos en especie, habituales en el fútbol moderno. Hablamos de vivienda, vehículo, billetes de avión, seguros médicos o escolarización de los hijos. Aquí, como en todo lo demás, la precisión es tu aliada: qué tipo de vivienda o si se trata de una ayuda económica, qué categoría de coche, cuántos billetes de avión al año y en qué clase, qué cobertura tiene el seguro médico. Cuanto más claro quede por escrito, menos margen habrá para la interpretación.
También los derechos de imagen exigen una reflexión previa. Si el jugador tiene una sociedad que explota su imagen, el contrato deberá prever la cesión correspondiente y el tratamiento fiscal adecuado. Si no la tiene, lo habitual es que la remuneración por derechos de imagen se integre en el salario mensual. En ambos casos, conviene fijar con precisión la cesión, los límites de uso y el tratamiento económico para evitar futuros conflictos o problemas tributarios.
Por último, cuando el contrato se ejecuta en países con monedas no consideradas fuertes (fuera del euro, dólar o libra), debe acordarse la divisa de pago y, en su caso, el tipo de cambio aplicable. Es recomendable pactar que el pago se realice en la divisa local, pero al tipo de cambio oficial del día del abono, de modo que el jugador no vea erosionada su remuneración por devaluaciones o fluctuaciones.
En definitiva, la remuneración es mucho más que una cifra en la primera página. Es la parte más viva del contrato, la que puede fortalecer una relación laboral o dinamitarla. De su buena redacción depende no solo la estabilidad económica del futbolista, sino también la previsibilidad financiera del club.
Fiscalidad inteligente: residencia, doble imposición, calendario y comisiones
Si la remuneración es el corazón del contrato, la fiscalidad es su sombra. No se ve en el campo, pero está en cada euro que se paga o se cobra. Y un paso en falso en esta materia puede convertir un buen contrato en un problema serio para cualquiera de las partes.
Antes de firmar, el primer paso es determinar la residencia fiscal del jugador, tanto en el país de origen como en el de destino. No es un formalismo: de ello dependerá el tipo impositivo que se le aplicará y, por tanto, el coste total de la operación. En muchos casos, elegir el momento de la firma — unas semanas antes o después — puede significar un ahorro fiscal considerable.
A continuación, debe verificarse si entre ambos países existe un Convenio de Doble Imposición (CDI). Estos acuerdos evitan que un mismo ingreso tribute dos veces, una en el país de origen y otra en el de destino. Si no existe CDI, el impacto fiscal puede dispararse, como sucede con algunos países de Sudamérica. No tenerlo presente al negociar el contrato puede elevar el coste final entre un 15 % y un 20 %.
Otro aspecto que suele pasarse por alto es el periodo fiscal. En la mayoría de países el ejercicio va del 1 de enero al 31 de diciembre, pero no siempre es así. En el Reino Unido, por ejemplo, el año fiscal comienza el 5 de abril y termina el 4 de abril del siguiente. Conocer estos calendarios permite planificar adecuadamente los pagos y, en algunos casos, escalonar los ingresos para optimizar la carga impositiva.
También conviene estudiar si el país de destino ofrece régimen fiscal especial para deportistas o trabajadores desplazados. En España, por ejemplo, existe la conocida “Ley Beckham”, que permite tributar a un tipo reducido durante los primeros años de residencia. Reino Unido y otros países cuentan con programas similares de impatriados. Aprovecharlos puede suponer una ventaja competitiva tanto para el jugador como para el club a la hora de cerrar el acuerdo.
Por último, un asunto cada vez más delicado: la comisión del agente. En muchos contratos, el club asume el pago directo al agente del jugador. Sin embargo, en varias jurisdicciones —España entre ellas— las autoridades fiscales han empezado a considerar esos pagos como retribuciones indirectas del jugador, lo que obliga a tributar por ellas en el IRPF o impuesto equivalente. El resultado: sanciones y recargos. Para evitarlo, es fundamental documentar adecuadamente la relación contractual entre el club y el agente, justificar el servicio prestado y reflejarlo de forma coherente con el resto de la operación.
La fiscalidad no es un añadido técnico: es el reverso jurídico de la remuneración. No tenerla en cuenta desde el primer borrador del contrato es correr un riesgo innecesario. En un entorno donde las operaciones son cada vez más internacionales y las autoridades tributarias más estrictas, anticiparse a las consecuencias fiscales es una obligación profesional, no una opción.
La resolución de disputas: la cláusula que marca la diferencia cuando las cosas se tuercen
La última clave, y quizá la más olvidada, es decidir dónde y cómo se resolverán los conflictos que puedan surgir durante la relación laboral. Es una cláusula que muchos relegan al final del contrato sin darle mayor importancia, pero que, llegado el caso, puede determinar si una disputa se resuelve en meses o se enquista durante años. En el fútbol profesional, donde las carreras son cortas y los calendarios apremian, esa diferencia de tiempo equivale, literalmente, a dinero.
Lo primero que hay que saber es que no todos los países permiten elegir libremente el foro de resolución. En España, por ejemplo, la ley obliga a que los conflictos derivados de un contrato de trabajo se resuelvan ante la jurisdicción social ordinaria. Esto significa que, aunque el jugador sea extranjero, ni la FIFA ni ningún tribunal arbitral internacional podrán conocer de esa disputa. Es una competencia exclusiva de los tribunales laborales. Y no es un detalle menor: incluir una cláusula sometiendo el contrato a la FIFA o al TAS (Tribunal Arbitral del Deporte) en un contexto donde la ley nacional lo prohíbe convierte esa cláusula en papel mojado.
En cambio, hay otros países donde el panorama es distinto y el contrato puede someterse a mecanismos alternativos de resolución de conflictos. En estos casos, las opciones principales son tres. La primera, la Cámara de Resolución de Disputas de la FIFA (CRD), competente para conocer de litigios entre jugadores y clubes de distintas federaciones. La segunda, las Cámaras Nacionales de Resolución de Disputas (NDRC), que actúan a nivel local siempre que cumplan los requisitos de independencia, paridad y reconocimiento fijados por la FIFA. Y la tercera, el TAS, con sede en Lausana, al que puede recurrirse como instancia arbitral superior o, en algunos casos, directamente desde el contrato.
Elegir bien entre estas opciones no es un formalismo. Tiene consecuencias prácticas. La FIFA ofrece procedimientos especializados, plazos breves y una ejecución garantizada en el ámbito internacional, algo especialmente valioso para jugadores extranjeros. El TAS, en cambio, puede resultar más costoso y menos ágil, por lo que no suele ser recomendable para disputas de menor cuantía. Por su parte, las cámaras nacionales funcionan bien en países donde están plenamente operativas, pero no en todos los casos cumplen los estándares exigidos.
Por eso, la recomendación más sensata para quienes asesoran a jugadores que desarrollan su carrera en el extranjero es sencilla: cuando la ley nacional lo permita, opta por someter el contrato a la jurisdicción de la FIFA. Aporta seguridad, uniformidad de criterios y una red de ejecución efectiva en todo el mundo. En cambio, si el país del contrato impone la competencia de los tribunales laborales — como España o Francia —, no hay alternativa: esa será la vía. Lo importante es saberlo desde el principio y reflejarlo correctamente en el documento.
En definitiva, la cláusula de resolución de disputas no es un adorno jurídico. Es la llave que determina qué camino se recorrerá cuando las cosas se compliquen. Y en un sector tan global y acelerado como el fútbol, elegir bien ese camino puede ser la diferencia entre un problema gestionable y una pesadilla sin final.
Conclusión
Estas cinco claves resumen el ABC del contrato de trabajo del futbolista moderno: conocer la normativa aplicable, cuidar la forma, definir con precisión la remuneración, anticipar la fiscalidad y elegir bien el foro. Cinco pilares que, en conjunto, separan a un contrato sólido de un acuerdo vulnerable. En una industria donde los márgenes de error son cada vez más estrechos y las operaciones más sofisticadas, dominar estos elementos es tanto una obligación profesional como una garantía de seguridad.
Un contrato bien redactado no solo protege al jugador y al club: protege también la relación entre ellos. Evita litigios, facilita la gestión del día a día y aporta previsibilidad a ambas partes. En última instancia, firmar con conocimiento es firmar con confianza.
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